Introducción
¡¿Rezar?! Pero, ¿cómo se reza?
Un incomparable maestro de oración, el mejor que jamás
haya existido, es Jesús: es el Orante por antonomasia de toda la historia.
Jesús en oración es como un abismo, como un torbellino
rayano en el misterio.
¿Y cómo enseñaba Jesús a orar?
Jesús nos enseñó el Padre nuestro.
Y nos recomendó que no rezáramos "...como los hipócritas, que gustan de
rezar erguidos en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que la
gente los vea" (Mt 6,5); ni tampoco como los paganos, "...que, a fuerza de muchas palabras,
creen que serán escuchados…" (Mt 6,7). Son todas pistas para una
escuela de oración.
Pero Jesús, sobre todo, rezaba. Porque es difícil
traducir en palabras esa experiencia. Y como las experiencias son para compartir,
Jesús nos enseña a rezar, sobre todo, rezando.
Cierto día estaba Jesús en oración. Cuando hubo
terminado de rezar, uno de los discípulos le rogó: "Señor, ¡enséñanos a orar también a nosotros!" (Lc 11, 1). Aquel
Jesús, absorto en amorosa contemplación de su Padre, lo había fascinado. Era
casi un pecado interrumpirlo, por eso había esperado a que Jesús terminase su
oración y se levantase. ¡Aprender a mirar a Jesús como modelo de todo, pero,
sobre todo, de oración! ¡Asomarnos a ese abismo insondable que es Jesús rezando!
Surgen, entonces, nuevos y variados matices, multiformes tonalidades de su
amorosa relación con el Padre: adoración, agradecimiento, alabanza y bendición,
alborozo, turbación… La oración es todo eso. Cada situación es un nuevo camino para
entrar en relación con Dios, y le da a ésta un matiz diferente. Pero sigue
siendo relación con Aquel que nos ama. Con Aquel que nos ha regalado la oración
por medio del Espíritu Santo, el cual intercede incesantemente por nosotros "con gemidos inefables" (Rm 8, 26).
El regalo de esa pequeña llama, que arde permanentemente en nuestro interior y
que nosotros hemos de alimentar de forma ininterrumpida con nuestra oración.
Los mismos Santos han ido modelando su estilo de
oración según el modelo de Jesús, el Orante divino. Hasta conseguir que esa
llama chispeante, que desprende Amor en lo más profundo de su ser, luzca sin
apagarse. Y, al igual que Jesús, se fueron convirtiendo en oración viviente.
San Jerónimo
Emiliani fue, también él, oración viviente. "Si falta la piedad, lo faltará todo": es, como todas las
suyas, una expresión descarnada y esencial, pero muy acertada. La leemos en una
de sus cartas. Está dirigida a sus compañeros, pero vale también para cuantos
se acercan a él tratando de conocer algo más de su riquísimo mundo interior. La
"piedad" es la unión amorosa con Dios, de la que brota una vida
de fidelidad al Señor. Es el fruto de un
camino de oración.
El camino que
ha seguido San Jerónimo es uno de los más fecundos. Podemos recorrerlo juntos, mirando
como quien mira por una rendija, a través de la cual su prolífico rezar nos irá
revelando los tonos más variados y atrayentes con que el Espíritu Santo lo ha ido
enriqueciendo, llevándolo de la mano.
1.– Orar es dirigirse a Dios desde cualquier
situación de la vida.
Un oscuro calabozo en el fondo de una torre bañada
por las aguas del río Piave. El 27 de agosto de 1511, en el transcurso de la
Guerra Santa que varios estados europeos han declarado a Venecia para
humillarla, los soldados del General La Palisse hacen prisionero a Jerónimo
Emiliani, capitán de la República Serenísima, que desempeñaba allí un papel
importante para la defensa de la ciudad de Treviso, y lo arrojan en él.
Su vida había sido como una danza frenética, repartida
entre negocios y diversión. Muchos los ídolos que lo habían seducido... Ídolos
que, caídos para siempre, reaparecían ahora en la oscuridad de aquel calabozo, donde
se veía sometido a una desesperada reflexión, mientras unos enormes cepos en
los pies y una pesadísima bola de mármol al cuello lo obligaban a mirar al
suelo; precisamente a él, que siempre había mirado con engreimiento a los
demás, para humillarlos; a sus adversarios, para aplastarlos; la gloria, para dejarse
emborrachar por ella…
Con todo, una imagen se le dibuja con mayor
nitidez que otras: la imagen de su madre,
que, de pequeño, le enseñaba a rezar.
La oración puede brotar en cualquier situación en
la que una persona se encuentre. Muchas veces, como súplica en la tribulación;
o como vacilación en el miedo; o como rayo de esperanza en la noche de la
desesperación. Y es verdadera oración siempre que cada una de esas situaciones
se viva con autenticidad ante Dios, que es Padre…
La oración de Jerónimo en la oscuridad de aquel
calabozo es precisamente eso: súplica, vacilación, esperanza. Y la dirige a
María. Resulta más fácil y es más espontáneo dirigirse a ella. Cristo nos la
dio como Madre. Siempre hay una madre cuando empieza una vida; y también cuando
empieza un camino de oración. ¿Habrá sido el avemaría la oración de Jerónimo?
¿O sería tal vez una oración sin palabras? Jerónimo decidió llevarse con él el
secreto de aquellos momentos vividos a lo largo de aquel interminable mes... Pudo
haber sido una cosa y la otra: oración con palabras y oración callada; porque
el corazón está lleno, y no es fácil dar cauce a la avalancha del dolor, contenido
por el dique de la impotencia humana. Es la oración que surge de la
desesperación. La oración que brota cuando uno ya no sabe qué hacer. Es el
primer peldaño. Y es verdadera oración. Así habrá de rezar más adelante, con el
pasar de los años: "...confiémonos a
nuestro Señor Jesucristo, y pongamos sólo en él nuestra esperanza, puesto que
quienes esperan en él no se verán defraudados... Y para obtener esta santa
gracia, acudamos a la Madre de todas las gracias, diciendo: Dios te salve María..."
Es... como el eco de una experiencia pasada, que
ha dejado en su corazón una huella indeleble.
2.- Orar es dar gracias a Dios
"La trampa se rompió, y escapamos" (salmo
123).
Las palabras del salmo se están cumpliendo con
precisión en la vida de Jerónimo. Su celestial Libertadora rompió los cerdos de
su cautiverio. En aquellos momentos tan terribles brotaba, de manera espontánea,
una promesa: iría en peregrinación a un santuario cercano, al Santuario de
Nuestra Señora la Grande, de Treviso.
Allí está,
ahora, dando gracias. Y quiere, además, que quede constancia histórica del
milagro, por eso encarga que lo escriban en una tablilla votiva: la crecida de
su corazón acaba de romper el dique.
Oración de
acción de gracias. Oración sencilla, que a menudo surge espontáneamente. Pero se
necesitan ojos inocentes, de niño, para quien todo es un regalo: el regalo de
Dios. El gozo de existir, el cántico de la naturaleza, el consuelo de la amistad,
la luz de la verdad, la amabilidad y discreción de cuantos nos rodean, la resolución
de un caso difícil… Todo se puede transformar en oración.
3.- Orar es hacer un camino de conversión
Jerónimo
está libre, ahora, de los cepos de su cautiverio.
Y en su interior se está operando una liberación
mucho más profunda, fruto de oración. Es la purificación de su vida. La acción
de gracias es tan sólo una etapa del camino de oración; ha de ir abriéndose a
la luz. Y la luz es Cristo. Él deja que esa luz vaya invadiendo hasta lo más
íntimo de su ser, todos los pliegues de sus entrañas.
Largas horas de reflexión ante la Palabra de Dios.
Y ella se va transformando en luz y sabiduría para comprender el misterio de su
voluntad.
La misma Palabra de Dios va revelando a Jerónimo los
puntos negros de su vida: el alto concepto que tiene de sí mismo, su deseo de
sobresalir, su temperamento irascible, la inconsistencia de sus sueños de grandeza,
la futilidad de la gloria humana…
A los pies de Jesús crucificado se va abriendo
paso la prueba más grande del amor de Dios: la voluntad de cambiar, de dar
marcha atrás en sus planes para abrirse, sin reservas, a las sendas y proyectos
de Dios. Tiene conciencia clara de sus limitaciones, pero brota de él una
súplica confiada: "¡Señor, ayúdame! ¡Ayúdame, Señor, y seré tuyo!".
Descubre que Jesús es amor; y, entonces, de su
corazón rebosan expresiones de la más viva ternura: "¡Dulcísimo Jesús, no
seas mi juez si no mi salvador!" El pasado, con su gavilla de culpas, queda,
ya cada vez, más lejos. Está naciendo un nuevo Jerónimo. Es el resultado de la
recreación de la gracia de Dios en la justicia y en la santidad de la verdad...
Porque orar, más que hablar es dar, es darse. Es
dejar que se haga añicos la propia existencia; y con ella, las últimas reservas
que aún quedan. Es transformarse en personas –hombres y mujeres– nuevos…
Orar es convertirse al Señor. Es pasar de las "muchas
palabras" a la única Palabra que cuenta: "Señor, hágase en mí según
tu palabra".
La oración hace nueva a la persona.
Es la oración verdadera la que nos cambia.
4.- Orar es comprometerse con los demás
"Y
ahora, ¿qué tenemos que hacer?" (Lc 3, 10).
Era la pregunta que formulaban al Bautista cuantos
habían sido bautizados por él y, con aquel gesto, iniciado un camino de
conversión.
Y ésta fue la respuesta: "El que tenga dos túnicas, que dé una al que
no la tiene; y haga lo mismo con lo demás" (Lc 3, 11).
La oración va abriendo el corazón y la vida a los
demás. En la oración se nos descubre ese horizonte sin límites que supone la
entrega al prójimo.
Jerónimo descubre que debe entregar su vida a los
demás…
Es rico. Viste con elegancia. Tiene una casa de
cuyas paredes cuelgan, orgullosos, los retratos de ilustres antepasados suyos y
otros trofeos de hazañas gloriosas.
Una por una, aquellas piezas de gran valor van saliendo
de la casa. Y se irán convirtiendo en pan y en cobijo para los pobres. Recoge a
los huérfanos, que la guerra ha ido sembrando a millares, y que ahora, solos e
indefensos, vagan por Venecia y por los islotes de la laguna. El amor de Cristo
lo empuja, y no hay quien lo pare. Venecia, Verona, Vicenza, Brescia, Bérgamo, Como,
Milán, Pavía, Somasca son distintas etapas de una piadosa peregrinación en
favor de los huérfanos. El incendio de la caridad ya no hay quien lo pare.
De contemplar
a Cristo Crucificado a contemplarlo desfigurado en los pobres y en los últimos,
sólo hay un paso. Y Jerónimo descubre que Cristo y el pobre son la misma
persona.
Las personas
que oran con mayor intensidad y que se entregan a la contemplación de Cristo
con un amor ardiente, suelen ser, también, las más activas. El corazón da alas
a la fantasía, y ésta vuela. Y las obras de caridad van brotando a su paso.
5.– Orar es edificar la Iglesia.
Ir descubriendo a Cristo hace que descubramos
también a los demás.
Y al
descubrir a Cristo y a los demás, descubrimos también a la Iglesia, esposa de
Cristo, cuerpo de Cristo. La iglesia es Madre. Una madre que, en la época que
le toca vivir a Jerónimo, estaba siendo vilipendiada por algunos de sus hijos.
La herejía de Lutero había arrancado del seno de esta Madre regiones enteras
del norte de Europa. Y ya no siempre resplandecía, sobre la frente de esta
Madre, la perla de la santidad, empañada como estaba por tantas miserias.
Jerónimo no
juzga. Ama. Contempla a Cristo, presente en su Esposa; para él será siempre inmaculada
y limpia, incluso cuando se ve ensombrecida por la fragilidad de las personas
que ella acoge en su seno.
Ama a la Iglesia,
y por la Iglesia ora sin descanso. Hace que, a diario, rueguen también por ella
sus huérfanos; y los compañeros que, uno tras otro –varios de ellos nobles como
él–, se han ido uniendo a su causa, atraídos por su amor a Cristo y al prójimo.
Y acostumbra a rezar así: "Dulce Padre
nuestro, Señor Jesucristo, te rogamos, por tu infinita bondad, que vuelvas a
conducir a la Cristiandad al estado de santidad que tuvo en tiempos de tus
santos Apóstoles".
La oración edifica
la Iglesia; hace que crezca su fidelidad a Cristo.
A quien reza
no se le ocurrirá jamás señalar con el dedo a la Iglesia; al contrario, sufre
por ella, reza por ella, para que sea cada vez más fiel a Cristo. Por ella reza
y trabaja, para que ese amor por Cristo, su Esposo, que la inflama por
completo, se manifieste cada vez más puro.
6.– Orar siempre, incluso por la calle.
El pasaje evangélico de Cristo peregrino por la
calzada de Emaús, explicando las escrituras que se referían a él, resulta,
sencillamente, fascinante cada vez que uno lo vuelve a leer.
Y ha fascinado también a Jerónimo Emiliani, que en
él ha encontrado nuevos matices para su oración. Gran parte de su oración, Jerónimo
la realiza por la calle. Escribe a sus compañeros: "Rogad a Cristo Peregrino diciéndole: ¡quédate con nosotros, Señor, que
se hace tarde!".
Orar es "pensar en Dios con amor", es
sentirse arropados por su amor. Es dirigirse con alegría y estupor a esa Divina
Presencia que está continuamente en nosotros: "Vendremos a él y haremos
morada en él" (Jn 14, 23). Por eso, para orar, basta con una mirada
amorosa, que se pose incesantemente en Dios. Y esto puede ocurrir en cualquier
lugar: por la calle, en el lugar de trabajo o en clase, jugando o conduciendo,
en el plácido silencio de la naturaleza, en el frenético ajetreo de una fábrica
o en el bullicio de un mercado.
La calle, que remarca la monotonía del camino con
el rítmico son de las pisadas, favorece casi de manera automática la oración
vocal, sobre todo si es breve y sencilla. Gran parte de la existencia de Jerónimo
Emiliani transcurre caminando, por la calle. Ha pateado todo Véneto y
Lombardía, unas veces solo, otras, con sus huérfanos. El Rosario, las Letanías
a Nuestra Señora, el canto pausado de la Salve acompañaban, acompasándolos, sus
pasos de viandante y peregrino de la caridad. La cruz, enarbolada a la cabeza
del cortejo, en las manos de uno de los muchachos, daba a aquella pequeña
comitiva de chiquillos, seguidos por el padre, un aire de peregrinos orantes.
¿Que eran otros tiempos?
Ya. Pero es que cuando uno siente a Dios a su
lado, cuando percibe, gozoso, en su interior, su Presencia –presencia que colma
y da sentido a su vida–, entonces, dirigirse al Señor y hablar con él donde sea,
incluso por la calle, se convierte en algo totalmente natural, como para un
niño agarrar afectuosamente la mano de su madre, que camina a su lado...
¿Y no es la Iglesia
una comunidad de hermanos que, sostenidos por la oración y la esperanza,
caminan por las calles del mundo, en busca de cielos nuevos y de tierras
nuevas, con Cristo –crucificado, resucitado y glorioso– a la cabeza?
7.- Orar es tender la mano a Dios en actitud
suplicante
"¿Qué padre, entre vosotros, si su hijo le
pide pan, le dará una piedra, o si le pide un pez le dará una serpiente, o si
le pide un huevo le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, dais a vuestros
hijos cosas buenas, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a
quienes se lo pidan!" (Lc 11, 11-13).
Orar es pedir. Pedir con confianza y con humildad.
"Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad
y se os abrirá" (Lc 11, 9).
La verdadera oración hace que sintamos a Dios como
Padre y que, por eso, tendamos nuestras manos hacia él, para pedirle todo
aquello que necesitamos, lo mismo que el pobre tiende la mano al rico.
San Jerónimo se siente, a menudo, como el pobre
que tiende la mano a Dios. Necesita colaboradores que lo ayuden en el servicio
a los huérfanos: "Pidamos al Padre que mande obreros...".
A un amigo suyo que se muestra bastante reacio a
la acción santificadora de la gracia de Dios, la cual le está exigiendo la total
entrega de sí mismo, le escribe: "Pedid a Dios que os haga la gracia de
poder conocer bien su voluntad; pues parece que él quiere algo de vos, mas tal vez
vos no os queráis enterar". Es Dios mismo quien desbarata nuestros planes.
Y sólo la oración nos dispone para acoger los suyos con total apertura, incluso
cuando éstos exigen una entrega incondicional.
La oración de impetración no permite que nos presentemos
solos ante el Señor. Al igual que Cristo, que se presentaba ante el Padre y le
hablaba amorosamente de todos los que habían creído en él –"Padre mío, te
ruego por aquellos que me has confiado"–; y durante la oración seguía
recordando a los suyos y sus dificultades futuras –Marcos 6, 46-48–, San
Jerónimo, cuando reza, también hace que desfile por su mente una larga lista de
nombres: amigos, benefactores, seres queridos… Sirvan de muestra algunos
párrafos de la súplica afectuosa, compuesta por él, que tiene la cadencia de
una larga letanía:
"Por todos nuestros Padres sacerdotes,
presentes y ausentes; por aquellos que aún han de entrar a formar parte de esta
Obra.
Por todos estos hermanos nuestros a los que hemos
sido llamados a servir: que el Señor nos conceda servirlos en perfecta caridad
y con grandísima humildad y paciencia.
Por todos cuantos colaboran con nuestra Obra,
aconsejándonos y socorriéndonos.
Por los que se encomiendan a nuestras oraciones y
por cuantos rezan a Dios por nosotros.
Por aquellos por los que tenemos la obligación de
rezar; por nuestros amigos y por nuestros enemigos.
Por todos los fieles difuntos.
Por nuestros padres, hermanos y hermanas; por
nuestros familiares y amigos…"
¡Nadie se escapa de esta entrañable lista!
Querer de
verdad a alguien significa encomendarlo a Dios.
Jerónimo
Emiliani cree profundamente en la "comunión de los santos": cree que,
por esa misteriosa circulación de la vida divina, el beneficio de la oración alcanza
puntualmente a todos aquellos por los que rezamos: "No dejamos de
recordaros en nuestras oraciones"; o: "Rogad a Dios por mí". Del
mismo modo actuaba Moisés cuando, en el monte, suplicaba a Dios por su pueblo.
La actitud de Moisés rezando en el monte –Éxodo 17, 11–con los brazos
extendidos, ejerce un atractivo especial sobre San Jerónimo. En una carta a sus
compañeros alude con toda claridad a este pasaje bíblico de Moisés, que, con
los brazos levantados, intercede por su pueblo, mientras éste combate contra
los enemigos del Señor. Esto es lo que escribe: "Mi alejamiento es sólo
aparente, pues jamás dejo de recordaros en mis oraciones. Y aunque no estoy con
vosotros el campo de batalla, oigo el estruendo de la pelea y alzo mis brazos
en oración cuanto puedo".
También Jesús
suplicó al Padre por su amigo muerto, Lázaro, al que quería con todo el
corazón. Y en la Cruz, pidió por los que lo crucificaban.
8.– La oración callada del corazón que ama
Orar es "tratar con Dios como con padre y
como con hermano y como con señor y como con esposo" (Sta. Teresa, Camino
de perfección 28, 3).
"La oración no es otra cosa sino tratar de
amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama "(Sta.
Teresa, Libro de su Vida 8, 5).
En el mismo siglo en el que santa Teresa de Jesús,
deslumbrada por los destellos de luz del Espíritu, escribe su camino de
oración, para guía de las almas deseosos de una más intensa experiencia de Dios,
San Jerónimo Emiliani vive, bajo la acción de ese mismo Espíritu, una de las experiencias
íntimas de oración más maravillosa.
La prueba clarísima de que un alma avanza por el
camino de la oración la ofrece ese gozo que experimenta al estar a solas con Aquél
de quien tiene la completa seguridad de que le ama. La oración es, entonces, algo muy fácil, pobre
en palabras pero sobrada en dulces efusiones de ternura. Consiste en sentirse
amados y en pagar con amor. Y entonces se percibe la serena y, a la vez,
abrumadora invasión del amor de Dios. Y, como consecuencia, va apareciendo la
necesidad de permanecer más tiempo, largo tiempo, en soledad con el Señor. La
relación que se establece entre Dios y el alma es una verdadera relación
nupcial.
La noche, con su silencio cómplice, parece crear
el clima más adecuado para vivir esta experiencia. A menudo Jesús escogía,
efectivamente, la noche para poder saborear, sin molestias y en su plenitud,
esa relación de vital comunión con el Padre. Y el mismo san Jerónimo, que por
el día se entregaba totalmente al servicio de los pobres, pasaba la mayor parte
de la noche en la contemplación de su Señor.
"Tú, cuando reces, entra en tu habitación,
cierra la puerta y ora a tu Padre, que ve en lo secreto" (Mt 6, 6). Jerónimo
Emiliani se cierra en una habitación sin puertas; una pequeña gruta, en un
lugar apartado del monte. Hasta allí no llega el ruido. Sólo el rumor de las
hojas sacudidas por el viento acompaña, a modo de música de fondo, sus efusiones
de amor a Dios. La tradición ha dado en llamar "éremo" [yermo] a ese
lugar.
A estas alturas ha sobrepasado ya, en su camino de
oración, la barrera del sonido que suponen las palabras... Su oración está hecha
de largos silencios, de gestos de una ternura inmensa: es la oración del
corazón que ama intensamente. Dos personas que se aman, comunican, a través del
silencio, las más vivas muestras de su afecto. Aunque a veces, la ternura
recurre también a las palabras: expresiones muy breves pero muy fogosas; rayos
de luz, que nos permiten entrever el fuego del corazón. Nos las transmiten sus
biógrafos. Y son de su puño y letra, surgidas en aquel silencio nocturno, en
medio de aquella oscuridad, ilumina por el continuo encenderse de luces interiores.
Expresiones todas que se habían vuelto familiares para él:
"¡Oh buen Jesús, amor mío...!" "¡Dulcísimo
Jesús!" "¡Benignísimo Señor...!"
Retazos de estas experiencias inenarrables se le
escaparán también cuando se vea en la necesidad de reclamar al fervor y a la
fidelidad de su entrega a Cristo a algunos compañeros que empezaban a flojear:
"¿Es que no saben que se han ofrecido a Cristo?" Y les recuerda el
camino para recuperar el fervor de la primera hora: "Que sean constantes en
la oración a los pies del Crucifijo".
Para penetrar
en el misterio de la altísima contemplación alcanzada por san Jerónimo no hay
más que hacer lo que él hizo: postrarse ante Jesús Crucificado y dejar que
hable... Ir vaciando, poco a poco, nuestro corazón de todo cuánto lo atranca;
creer en su amor infinito y dejarse invadir por él. Hasta que todo nuestro ser,
insensiblemente endurecido, caiga en amorosa adoración y en la plena aceptación de
la voluntad de Dios.
9.– Cuando orar ya no es más que contemplar con
amor
En la vida de cada uno de nosotros se alternan los
momentos de gozo con el cansancio y la oscuridad total. Y estas distintas fases
por las que pasa el alma inciden, naturalmente, en nuestra vida de oración.
Hay momentos en los que la oración fluye del alma
fresca y saltarina, como el agua de manantial: en una celebración litúrgica
solemne o durante una adoración eucarística prolongada, vivida con una inefable
paz. Pero hay también otros en los que el tedio se adueña del alma, nos
envuelven densos nubarrones; y una pregunta se repite, machacona, dentro de
nosotros: "Señor, ¿dónde estás?" Los labios no son ni siquiera capaces
de repetir las palabras de siempre, que de algún modo facilitarían la oración; y
el corazón parece callar... El mismo Jesús hubo de pasar por momentos como ésos:
"¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34).
Si los labios callan, impotentes; si el corazón
parece haberse parado, porque ya no vibra con sus acentos de ternura, hay una
oración que es la adecuada para momentos así: la oración que consiste en "contemplar
con amor..."
Pero, ¿y qué contemplamos? Pues contemplamos los "signos
sagrados", huellas visibles del Señor entre nosotros, que, de manera inmediata
y de una forma más sencilla, nos hablan de él: imágenes sagradas, símbolos, jaculatorias
–breves, pero incisivas e inmediatas–… En la era de la imagen, como es la
nuestra, capaz de trasladar gran parte de la vida a un plano visual, es de
sabios rodearse –discretamente, eso sí, pero con gusto– de "signos
sagrados".
Ya san Jerónimo, en aquel entonces, intuyó que la
enfermedad contraída atendiendo y enterrando a los apestados, le llegaría
incluso a impedir mover los labios, por lo que pronto no podría ni rezar. Por
eso, antes de que la peste lo abatiese definitivamente y lo obligase a dar con
sus miembros enfermos en aquel lecho que ni siquiera era suyo –se lo había prestado,
por caridad, un pobre labrador de Somasca–, trazó en la pared, frente a la
cama, una cruz: allí no le resultaría difícil verla y concentrar su mirada en
ella. Y al contemplarla, aún en medio de los ardores de aquella fiebre que iba
consumiendo su cuerpo, podría unirse más fácilmente a la Pasión del Señor,
gracias a tan elocuente reclamo.
"Jesús – María". Es la breve pero
intensísima oración de san Jerónimo durante aquellos cuatro días. A sus
compañeros les recuerda: "Seguid la senda del Crucificado y servid a los
pobres". Oración como prueba de amor a Dios y oración como prueba de amor a
los hermanos: en eso consiste su escuela de oración.
A través de aquellas pupilas, ya veladas, el "signo
sagrado" penetra hasta el fondo de su alma, la ilumina y arranca de ella
sus últimos destellos de ternura. Hasta que llega el momento en que ya no
necesita nada, ni los signos, ni siquiera la cruz pintada en la pared...
Sus ojos se han cerrado ya a la realidad, a cualquier
signo.
Las cosas de antaño han pasado.
Cristo lo acoge, pero no como juez, sino como
Salvador benignísimo.
Se lo había suplicado durante toda su vida.
Y ahora contempla, para toda la eternidad y cara a
cara, el Rostro de Cristo y el Rostro de María, su celestial libertadora.
Ha nacido a la Vida.
Padre Mario vacca, crs
agradezco ami abuelo y a mi madre ,pues de ellos me quedo el legado de la oracion por el resto de mivida , alegria y satisfacion inmensa siento al orar cada dia ,. GRACIAS INFINITAS SEÑOR,.
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