9.– Cuando orar ya no es más que contemplar con
amor
En la vida de cada uno de nosotros se alternan los
momentos de gozo con el cansancio y la oscuridad total. Y estas distintas fases
por las que pasa el alma inciden, naturalmente, en nuestra vida de oración.
Hay momentos en los que la oración fluye del alma
fresca y saltarina, como el agua de manantial: en una celebración litúrgica
solemne o durante una adoración eucarística prolongada, vivida con una inefable
paz. Pero hay también otros en los que el tedio se adueña del alma, nos
envuelven densos nubarrones; y una pregunta se repite, machacona, dentro de
nosotros: "Señor, ¿dónde estás?" Los labios no son ni siquiera capaces
de repetir las palabras de siempre, que de algún modo facilitarían la oración; y
el corazón parece callar... El mismo Jesús hubo de pasar por momentos como ésos:
"¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34).
Si los labios callan, impotentes; si el corazón
parece haberse parado, porque ya no vibra con sus acentos de ternura, hay una
oración que es la adecuada para momentos así: la oración que consiste en "contemplar
con amor..."
Pero, ¿y qué contemplamos? Pues contemplamos los "signos
sagrados", huellas visibles del Señor entre nosotros, que, de manera inmediata
y de una forma más sencilla, nos hablan de él: imágenes sagradas, símbolos, jaculatorias
–breves, pero incisivas e inmediatas–… En la era de la imagen, como es la
nuestra, capaz de trasladar gran parte de la vida a un plano visual, es de
sabios rodearse –discretamente, eso sí, pero con gusto– de "signos
sagrados".
Ya san Jerónimo, en aquel entonces, intuyó que la
enfermedad contraída atendiendo y enterrando a los apestados, le llegaría
incluso a impedir mover los labios, por lo que pronto no podría ni rezar. Por
eso, antes de que la peste lo abatiese definitivamente y lo obligase a dar con
sus miembros enfermos en aquel lecho que ni siquiera era suyo –se lo había prestado,
por caridad, un pobre labrador de Somasca–, trazó en la pared, frente a la
cama, una cruz: allí no le resultaría difícil verla y concentrar su mirada en
ella. Y al contemplarla, aún en medio de los ardores de aquella fiebre que iba
consumiendo su cuerpo, podría unirse más fácilmente a la Pasión del Señor,
gracias a tan elocuente reclamo.
"Jesús – María". Es la breve pero
intensísima oración de san Jerónimo durante aquellos cuatro días. A sus
compañeros les recuerda: "Seguid la senda del Crucificado y servid a los
pobres". Oración como prueba de amor a Dios y oración como prueba de amor a
los hermanos: en eso consiste su escuela de oración.
A través de aquellas pupilas, ya veladas, el "signo
sagrado" penetra hasta el fondo de su alma, la ilumina y arranca de ella
sus últimos destellos de ternura. Hasta que llega el momento en que ya no
necesita nada, ni los signos, ni siquiera la cruz pintada en la pared...
Sus ojos se han cerrado ya a la realidad, a cualquier
signo.
Las cosas de antaño han pasado.
Cristo lo acoge, pero no como juez, sino como
Salvador benignísimo.
Se lo había suplicado durante toda su vida.
Y ahora contempla, para toda la eternidad y cara a
cara, el Rostro de Cristo y el Rostro de María, su celestial libertadora.
Ha nacido a la Vida.
Padre Mario Vacca, crs
No hay comentarios:
Publicar un comentario