sábado, 22 de marzo de 2014

UN HOMBRE DE ORACIÓN: SAN JERÓNIMO EMILIANI (10)



9.– Cuando orar ya no es más que contemplar con amor
En la vida de cada uno de nosotros se alternan los momentos de gozo con el cansancio y la oscuridad total. Y estas distintas fases por las que pasa el alma inciden, naturalmente, en nuestra vida de oración.

Hay momentos en los que la oración fluye del alma fresca y saltarina, como el agua de manantial: en una celebración litúrgica solemne o durante una adoración eucarística prolongada, vivida con una inefable paz. Pero hay también otros en los que el tedio se adueña del alma, nos envuelven densos nubarrones; y una pregunta se repite, machacona, dentro de nosotros: "Señor, ¿dónde estás?" Los labios no son ni siquiera capaces de repetir las palabras de siempre, que de algún modo facilitarían la oración; y el corazón parece callar... El mismo Jesús hubo de pasar por momentos como ésos: "¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34).

Si los labios callan, impotentes; si el corazón parece haberse parado, porque ya no vibra con sus acentos de ternura, hay una oración que es la adecuada para momentos así: la oración que consiste en "contemplar con amor..."
Pero, ¿y qué contemplamos? Pues contemplamos los "signos sagrados", huellas visibles del Señor entre nosotros, que, de manera inmediata y de una forma más sencilla, nos hablan de él: imágenes sagradas, símbolos, jaculatorias –breves, pero incisivas e inmediatas–… En la era de la imagen, como es la nuestra, capaz de trasladar gran parte de la vida a un plano visual, es de sabios rodearse –discretamente, eso sí, pero con gusto– de "signos sagrados".

Ya san Jerónimo, en aquel entonces, intuyó que la enfermedad contraída atendiendo y enterrando a los apestados, le llegaría incluso a impedir mover los labios, por lo que pronto no podría ni rezar. Por eso, antes de que la peste lo abatiese definitivamente y lo obligase a dar con sus miembros enfermos en aquel lecho que ni siquiera era suyo –se lo había prestado, por caridad, un pobre labrador de Somasca–, trazó en la pared, frente a la cama, una cruz: allí no le resultaría difícil verla y concentrar su mirada en ella. Y al contemplarla, aún en medio de los ardores de aquella fiebre que iba consumiendo su cuerpo, podría unirse más fácilmente a la Pasión del Señor, gracias a tan elocuente reclamo.

"Jesús – María". Es la breve pero intensísima oración de san Jerónimo durante aquellos cuatro días. A sus compañeros les recuerda: "Seguid la senda del Crucificado y servid a los pobres". Oración como prueba de amor a Dios y oración como prueba de amor a los hermanos: en eso consiste su escuela de oración.

A través de aquellas pupilas, ya veladas, el "signo sagrado" penetra hasta el fondo de su alma, la ilumina y arranca de ella sus últimos destellos de ternura. Hasta que llega el momento en que ya no necesita nada, ni los signos, ni siquiera la cruz pintada en la pared...

Sus ojos se han cerrado ya a la realidad, a cualquier signo.
Las cosas de antaño han pasado.
Cristo lo acoge, pero no como juez, sino como Salvador benignísimo.
Se lo había suplicado durante toda su vida.

Y ahora contempla, para toda la eternidad y cara a cara, el Rostro de Cristo y el Rostro de María, su celestial libertadora.


Ha nacido a la Vida.

Padre Mario Vacca, crs

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